Musharraf se ha ido. No ha querido enfrentarse al proceso que querían abrirle los principales partidos de la oposición por saltarse la constitución y por derroche público. Ahora, Pakistán se enfrenta a un futuro incierto, pero lo iba a ser de igual manera con Musharraf en el país.
La llegada al poder. El general Musharraf llegó al poder hace nueve años, por un golpe de estado contra el primer ministro Sharif. Fue Sharif quien lo había nombrado poco antes jefe del Ejército, reconociendo su papel en las distintas guerras y escaramuzas en Kachimira, territorio disputado con la India. Pero la política conciliatoria con la India – se abrieron después de muchos años los pasos terrestres fronterizos entre los dos estados – de Sharif, patrocinada por EE UU, no debió gustar al Ejército, y se buscó un causus belli: acusaron a la India de ocupar el Glaciar Siachen, en Kashimira, y se inició la guerra, la primera desde que los dos países eran potencias nucleares. Las escaramuzas en un terreno cuya altitud dificultaba las operaciones, duraron desde mayo a julio de 1999.
El primer ministro Sharif acusó a Musharraf de haber iniciado una guerra que él no quería, por estar en contra de su política conciliatoria con la India. Sharif destituyó a Musharraf, y puso en su lugar al general Ziauddin Butt, hasta entonces jefe del servicio secreto – ISI –, que antes había propiciado que los talibanes tomaran Kabul y se hicieran con el poder en la mayor parte de Afganistán. El nombramiento se produjo el 12 de octubre, mientras Musharraf volaba de regreso con su mujer desde Sri Lanka. Sharif ordenó que se cerrará el aeropuerto de Karachi, para impedir el aterrizaje. De poco le sirvió: los golpistas se hicieron con el control del aeropuerto y permitió que el avión de Musharraf aterrizara cuando le quedaba ya poco combustible.
Sharif fue puesto bajo arresto domiciliario para luego partir al exilio, y Ziauddin Butt cayó en el ostracismo, con prisión incluida y sin los beneficios de la paga de retiro.
La inestabilidad inestable de su presidencia. Recuerda Juan Cole hoy que ya en 1999, en plena campaña electoral, el candidato Bush aplaudió el golpe: McCain, que combatió también por la candidatura contra Bush, apostó por Musharraf como signo de estabilidad en un “país fracasado”. Precisamente la baza de la estabilidad hacia el exterior es la que le ha valido a Musharraf aguantar tanto en el poder, junto a la hasta hace poco división en la oposición y el exilio de sus principales figuras.
Los atentados del 11 de septiembre lo cambiaron todo. Pakistán era uno de los pocos países que reconocía al Gobierno afgano de los talibanes. La Casa Blanca, a través de subsecretario de Estado Armitage, amenazó a Musharraf con devolver a su país a la edad de piedra si no se mostraba colaborador en la guerra que se iba a iniciar. Además de esta nada sutil amenaza, cabía una posibilidad mucho más dañina para Pakistán: que EE UU usara como base la India, perdiendo así cualquier capacidad de decisión sobre su país vecino.
EE UU, como previamente lo había hecho el imperio británico para intentar conquistar y someter Afganistán, eligió Rawalpindi para tener una de sus bases militares en la lucha contra los talibanes. Era además la ciudad que había elegido el presidente para vivir, rechazando los complejos presidenciales de la capital Islamabad. Paradójicamente era también la misma ciudad desde donde se había organizado el apoyo pakistaní a los talibanes, tal y como cuenta Tariq Ali, periodista pakistaní y una de las mayores autoridades sobre el movimiento taliban.
La alianza, al menos pública, con EE UU, le supuso a Musharraf al menos dos atentados: el 14 de diciembre de 2003 su comitiva sufrió un atentado, en el que murieron varios de sus guardias. El año pasado, el presidente escapó de un atentado contra su avión.
El presidente Musharraf, sirvió a los intereses de Bush, lanzando sobre todo a 100.000 soldados sobre las Áreas Tribales de Administración Federal, area fronteriza con Afganistán y que sirve como base para a los talibanes y Al Qaeda. Estas operaciones ha supuesto la muerte de miles de personas, y una cantidad considerable de desplazados.
Toda esta ayuda a EE UU no se hizo en vano: Pakistán ha recibido estos años la friolera cantidad de 10.000 millones de dólares, muchos de los cuales han ido a parar a los bolsillos de muchos corruptos.
La soledad del presidente. Hay algo que distingue a Musharraf del resto de generales que han ocupado el cargo de presidente en Pakistán: ha permitido cierto debate en los medios de comunicación, tal y como recuerda Tariq Ali. Pero también hay algo que le iguala: la desaparición de opositores y el ansia por controlar todos los poderes, aún intentando aparentar cierto grado de legalidad y constitucionalidad.
Precisamente el intento de controlar el poder judicial marcó el inicio de su declive: Musharraf acusó al presidente de la Corte Suprema, Iftikhar Muhammad Chaudhry, de corrupción, y lo destituyó en mayo de 2007. La batalla estaba servida: los movimientos pro derechos humanos y la mayoría de las asociaciones de la judicatura tomaron a Chadhry como símbolo de la lucha contra Musharraf.
Si abogados y activistas acosaban en las calles al presidente, los radicales se iban haciendo cada vez más fuertes, y los simbolizaron en la crisis de la Mezquita Roja.
La presión contra Musharraf empezó a venir también de fuera, sobre todo desde su aliado estadounidense: estabilidad si, pero también había que buscar las buenas formas. Así, Musharraf permitió a regañadientes la vuelta accidentada de Bhutto y de Sharif (este con batalla en los tribunales incluida) para celebrar unas elecciones y colgó el uniforme de general. A Washigton le molestaba los modales dictatoriales de su aliado, que volvieron a salir a la luz en noviembre pasado, con un autogolpe de Estado, durante el cual perdió ya toda capacidad de credibilidad, tanto fuera como dentro.
El camino a las elecciones quedó claramente marcado por el asesinato de Bhutto. Estas se convirtieron ya no solo en un plebiscito contra el presidente, sino también en una reafirmación de que los paquistaníes quieren decidir en las urnas.
La puntilla a Musharraf también el vino desde Washington, con un último mensaje de desconfianza contra Musharraf: la CIA daba un tirón de orejas hace unos días a la ISI por la implicación de varios de sus miembros en el resurgimiento de los talibanes. Como colofón, apenas hace unos días, EE UU bombardeo una posición en territorio pakistaní donde se refugiaba un alto dirigente de Al Qaeda.
Paréntisis en el poder. Queda por saber quién ocupará el cargo. Es improbable que la alianza de los partidos de la oposición dure: Sharif – de la Liga Musulmana de Pakistán y golpeado por Musharraf — o Asif Ali Zardari, del Partido Popular de Pakistán, la formación de los Bhutto, son los dos principales candidatos a suceder a Musharraf. En sus manos está también si Musharraf se somete a la Justicia, o con haber sido apartado del poder es suficiente.
Pero el vacío de poder no está solo en Islamabad. Hasta que un nuevo presidente ocupe la Casa Blanca, no se sabrá cual será a la política hacia la zona a largo plazo, con un Obama más intervencionista en Afganistán. Hoy, NYT llama en su editorial a un mayor apoyo de EE UU a la “frágil democracia”, y le pone los deberes al próximo presidente paquistaní: mandar tropas de elíte a las zonas usadas como base para los talibanes y Al Qaeda. La suerte de Afganistán – con un resurgimiento ferroz de los talibanes – pasa por Pakistán, pero la de Pakistán también pasa por Kabul.