Fueron muchos los hombres protagonistas de aquellas primeras horas decisivas tras la victoria republicana en las elecciones municipales, el 14 de abril de 1931. Pero quizá fue Miguel Maura, hijo del político conservador y monárquico Antonio Maura, quien más se metió en el papel de protagonista de la Historia. Miguel Maura, tras la dictadura de Primo de Rivera, había comenzado a distanciarse de la Monarquía y girado claramente hacia la República, sin desde luego abandonar su posicionamiento conservador. Formó parte del Gobierno provisional. Y este es su relato de cómo, ‘un señorito chulo’, como le definió Azaña, en un coche con chófer, acompañado de Largo Caballero, hizo los traspasos de poder de la Monarquía a la República por teléfono, en tres horas y “sin incidente alguno” en toda España:
Serían las seis cuando, convencido de la inutilidad de mis esfuerzos para convencer a mis compañeros de la urgencia de tomar el poder por nuestra propia cuenta aquella misma tarde, salí de la biblioteca y, atravesando el vestíbulo, subí los primeros peldaños de la escalera. Desde allí, dirigiéndome al público que llenaba la planta baja, pregunte en medio de un silencio absoluto:
– ¿Estáis dispuestos a venir conmigo a ocupar el Ministerio de la Gobernación?
El griterío fue tal que mis compañeros salieron precipitadamente de la biblioteca y… ya no pudieron volver a ella, arrastrados por la riada humana tras de mí y de los que conmigo salían a la calle, en busca de los coches.
Cogí del brazo a Largo Caballero, que era el único que había asistido a mi propuesta durante la discusión, y subimos a mi coche. Guiaba mi mecánico, Antonio Milla. A su lado se había sentado un ciudadano (para mí entonces) totalmente desconocido (que resultó ser su luego gran amigo Arturo Soria Espinosa ‘El Terremoto’, uno de los líderes estudiantiles de la época de la Dictadura). Detrás íbamos Largo Caballero y yo. No me ocupé para nada de los que les ocurría a los demás, y como mi coche estaba en el zaguán interior del jardín, cuando salimos a la calle todavía andaban mis compañeros en busca de los vehículos necesarios. Ganamos con eso algo de tiempo, porque el peligro de quedar embotellados, si nos reconocían las muchedumbres que poblaban las calles a esa hora, era serio.
Sin dificultad, y gracias a ese detalle, llegamos cerca de la Cibeles. A partir de allí nos fue forzoso ir muy despacio, porque la calzada estaba repleta de gentes. Pronto nos reconocieron, y entonces empezó nuestro calvario. Tardamos cerca de dos horas en recorrer el trayecto de la calle Alcála que une al Plaza de la Cibeles con la Puerta del Sol, o sea poco más de un kilómetro. El gentío nos abría camino a fuerza de empujones y apreturas, pero a la vez se subían a los estribos y las aletas de mi coche, en forma tal que cerraban materialmente las ventanillas y dentro nos asfixiábamos. Hube de propinar, lamentándolo, sendos puñetazos en los estómagos de los que cubrían las ventanas, para poder respirar.
En la Puerta del Sol, la aglomeración desbordaba ya toda la medida imaginable (ver foto de Alfonso Sánchez). Las farolas, los tranvías, parados en medio de la Plaza, los balcones y los tejados eran ocupados por innumerables racimos humanos. El griterío ensordecía.
Los coches que conducían a mis compañeros tardaron aún en aparecer por la entrada de la Puerta del Sol que da a la calle Alcalá.
Según luego supe, Azaña, que venía con Casares Quiroga en uno de los últimos, iba refunfuñando malhumarado, diciendo que seríamos ametrallados por la Guardia Civil, que aquello era una locura y llamándome ‘señorito chulo‘.
Por fin, llegó mi coche ante la puerta principal del Ministerio. La puerta estaba cerrada.
En el balcón principal, con gran asombro mío, ondeó de pronto la bandera republicana. Eran Rafael Sánchez Guerra y el que iba a ser mi subsecretario Manuel Ossorio Florit, que habían entrado poco antes por una puerta de la calle Pontejos y, al ver que llegábamos, se apresuraron a izar la bandera. Ante la puerta cerrada sólo estábamos Largo Caballero y yo, rodeados, claro es, de una masa vociferante que pedía que abriesen las puertas.
De pronto, se abrieron estas de par en par, y apareció en el zaguán un piquete de la Guardia Civil cerrando el paso. Me cuadré delante de ellos, me descubrí y les dije:
– ¡Señores: Paso al Gobierno de la República! Los soldados, como si lo hubiesen ensayado previamente, abrieron el paso y, en dos filas, una a cada lado, prestaron armas.
Pasamos, saludando Largo Caballero y yo. Al llegar a la escalera principal, subí las escaleras de tres en tres, y fui directamente al despacho del ministro, que conocía bien de antaño. Allí me encontré con Mariano Marfil, amigo de siempre, y, repito, persona más que excelente. No había abandonado su puesto en los tres días transcurridos desde las elecciones, y noche y día había estado al pie del cañón, cumpliendo sus deberes. Me dirigí a él y le dije:
– Amigo Marfil: Aquí está usted de más desde este momento.
Me hago cargo perfectamente de ello y ahora mismo me marcho – y, en efecto, desapareció-.
Hubo de salir por la puerta trasera del edificio, porque las demás estaban abarrotadas de público.
Me arrepentí luego, y me he arrepentido varias veces más tarde, de la descortesía un tanto brutal con que traté en aquella ocasión a quien tanto respeto merecía por su conducta, y a quien tanto estimaba. Meses después, en extensa y cordial conversación con él en mi casa, solicité y obtuve su perdón, y reanudamos nuestra añeja amistad brevemente interrumpida.
Este fue, querido lector, el ceremonial del famoso ‘traspaso de poderes’ que nos habían anunciado los de la acera de enfrente, y que había provocado casi una batallas en el seno nuestro Gobierno Provisional. Diez palabras de cada lado bastaron, y en realidad sobraron, para tomar las riendas de un poder que yacía en el arroyo.
Tomé en el acto el teléfono, y ordené a la central del Ministerio que me fuera dando las provincias según fueran ellas saliendo. Los demás ministros, que iban llegando con infinitos apuros al Ministerio, se reunieron en el despacho del subsecretario.
En el acto empezó a sonar el teléfono. Uno a uno los gobernadores se ponían al aparato y el diálogo se repetía.
– ¿Quién está al aparato? – preguntaba yo imperiosamente-.
– Aquí el gobernador – contestaba una voz más o menos serena, según el grado de información del interfecto -.
– ¿El gobernador de la Monarquía? ¿No es eso?
– ¡Claro que sí! – decían unos, muy seguros de su prepotencia: otros, en cambio, vacilantes y como atontados –
– Aquí el ministro de la Gobernación de la República. Ahora mismo entrega usted el mando al presidente del Comité Republicano, y, en su defecto, al presidente de la Audiencia. Le advierto que le hago responsable personalmente de la menor resistencia y de cualquier demora en cumplir esta orden. ¿Estamos?
A veces, el diálogo seguía con preguntas atolondradas, o con vacilaciones más que explicables en quienes se veían, de pronto, no sólo destituidos, sino entregados inermes a las masas enemiga. Sólo uno, el de Huelva, pareció resistirse. La rociada que recibió de mí, que no fue menguada, bastó para calmarle. El cambio de autoridades de todas las provincias se hizo en menos de tres horas, por teléfono y sin el menor incidente en parte alguna de España. No hubo un solo herido, ni los gobernadores sufrieron el menor vejamen por parte de los republicanos.