Richard Cooey, 41 años, y unos 120 kilos de peso. Fue condenado a muerte por violar y asesinar a dos estudiantes en 1986. Los abogados de Cooey aseguran que su sobrepeso reducirá el efecto del mix de calmantes y somníferos que se les inyecta a los reos para “humanizar” la agonía que supone la parálisis de todos los músculos. En mayo 2007, un condenado en el mismo estado (en el sentido de demarcación geográfica, pero también el de peso) prolongó su agonía dos horas, porque los médicos no pudieron ponerle un componente del mix de la inyección letal.
El Tribunal Supremo ha fallado en contra de Cooey. Hoy será ejecutado. Su última cena se ha compuesto de un gran filete, anillos de cebolla, patatas fritas, cuatro huevos fritos, tostadas con mantequilla, helado, pasteles y refresco. Sería cómico de no ser tan real.
En EE UU el debate de la pena de muerte no existe, ni está en la campaña. Los dos candidatos lo dan por sentado. Obama se desvincula de eso de que “la pena de muerte reduce los crímenes“, al menos lo deja como último recurso, persuadió al gobernador de Illinois para que vaciara el corredor de la muerte, aunque ya en campaña defendió la pena de muerte para los violadores de niños. McCain, al igual que Obama, está en contra de la pena de muerte para los menores, pero está a favor de extender la pena muerte a otros supuestos que los actuales. En esto, los candidatos, no se pueden mostrar tibios. Los dos llegan a la Casa Blanca con el historial limpio: no han sido gobernadores, no han firmado sentencias de muerte, como si lo hicieron antes de ocupar el cargo Bill Clinton o George W. Bush, ambos gobernadores antes que presidentes. Clinton firmó una ejecución para intentar tapar la sentencia de una secretaria le acusaba de abusos, y y nada más llegar a la Casa Blanca extendió la leyes federales sobre la pena de muerte. Veremos cuánto tarda el elegido en firmar su primera sentencia de muerte federal.