Unas recomendaciones para éste día
Wednesday, April 23rd, 2008
No están todos. No está el inicio de Cien años de soledad, ni el de El Quijote. Los que no están quedan en el estante. Veo desde aquí, Fundación, El talento de Mr Ripley, Cosecha Roja, La peste, El hombre que fue jueves, Diez negritos, El Señor de los Anillos, Germinal, Los hermanos Karamazov, La sombra del aguila, El misterio de la cripta embrujada, la antología de poemas de Benedetti…y un lárgo etcétera de libros que merecen ser leídos.
A continuación solo están los inicios de libros que ido picando a golpe de impulso de mi corta biblioteca, como homenaje al libro en el día del libro. Es el único día internacional que celebro.
Al abrir y copiar cada uno de estos fragmentos he recordado momentos que asocio a cada uno de estos libros, no solo cuando las leí sino cuando los recomendé o defendí frente a ataques infundados. Todos ellos me los recomendaron; la mayoría los compré; y algunos fueron regalados, entre ellos el único dedicado por el autor.
Son mis recomendaciones para éste día del libro, pero hay más, muchos más, como las que hacen autores en ELPAÍS.COM . ¿Alguna sugerencia?
La Guerra de Troya, Robert Graves. La guerra de Troya describe todos los males que suelen aparecer a gran escala: ambición, avaricia, sufrimiento, traición, incompetencia. Pero los griegos, aunque nos cuentan con toda franqueza cómo sus antepasaso se arruinaron en esta estúpida campaña de diez años, tampoco consideran a los dioses olímpicos libres de culpa. Según ellos, la guerra les fue impuesta al rey Príamo y al rey Agamenón por una disputa envidiosa entre tres diosas, que el propio Zeus Todopoderoso nos se atrevió a resolver. En otras palabras, fuera del control humano. Los efectos se sintieron en lugares tan lejanos como el norte de Italia, Libia, Etiopía, Armenia y Crimea.
Le Rouge et le Noire, Stendhal. La petite ville de Verrières peut passer pour l’une des plus jolie de la Franche-Comté. Ses maisons blanches avec leurs toits pointus de tuiles rouges, s’etendent sur la pente d’une colline, dont des touffes de vigoureux châtaigniers marquent les moindres sinousités. Les Doubs coule à quelques centaines de pieds au-dessous de ses fortifications bâties jadis par les Espagnols, et maintenant ruinées.
La carretera, Cormac McCarthy. Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer sintoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba el compás de la preciada respiración.
Au Grand Socco, Joseph Kessel. Au pied du Vieux Tanger, et devant les portes mêmes de la muraille fortifiée qui enferme son labyrinthe de la ruelles étroites, on trouve la place du marché, le Grand Socco.
Cien sonetos de amor, Don Pablo Neruda.
No te quiero sino porque te quiero
y de quererte a no quererte llego
y de esperarte cuando no te espero
pasa mi corazón del frío al fuego.
Te quiero sólo porque a ti te quiero,
te odio sin fin, y odiándote te ruego,
y la medida de mi amor viajero
es no verte y amarte como un ciego.
Tal vez consumirá la luz de enero,
su rayo cruel, mi corazón entero,
robándome la llave del sosiego.
En esta historia sólo yo me muero
y moriré de amor porque te quiero,
porque te quiero, amor, a sangre y fuego
This Side of Paradise, F. Scott Fitzgerald. Amory Blaine inherited from his mother every trait, except the stray inexpressible few, that made him worth while. His father, an ineffectual, inarticulate man with a taste for Byron and a habit of drowsing over the Encyclopædia Britannica, grew wealthy at thirty through the death of two elder brothers, successful Chicago brokers, and in the first flush of feeling that the world was his, went to Bar Harbor and met Beatrice O’Hara. In consequence, Stephen Blaine handed down to posterity his height of just under six feet and his tendency to waver at crucial moments, these two abstractions appearing in his son Amory. For many years he hovered in the background of his family’s life, an unassertive figure with a face half-obliterated by lifeless, silky hair, continually occupied in “taking care” of his wife, continually harassed by the idea that he didn’t and couldn’t understand her.
Guerra y Paz, Tolstoi “Eh bien, mon prince. Gênes et Luques ne son plus que des apanages posesiones de la famille Buonaparte. Non, je vous préviens que si vous neee me dites pas que nos avons la guerre, si vous vous permettez encore de pallier toutes les infamies, toutes les atrocités de cet Antéchrist (ma parola, j’ y crois), je nee vous connais plus, vous n’êtes plus mon ami, vous n’êtes plus mi devoto esclavo, comme vous dites. Ea, bien venido, bien venidos. Je vois que he vous fais peur. Sientese y charlemos.”
La conjura de los necios, John Kennedy Toole. Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras verdes, llenas de unas grandes orejas y pelo sin cortar y de las finas cerdas que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de giro que indicasen dos direcciones a la vez. Los labios, gordos y bembones, brotaban protuberantes bajo el tupido bigote negro y se hundían en sus comisuras, en plieguecitos llenos de reproche y de resto de patatas fritas. En la sombra, bajo la visera verde de la gorra, los altaneros ojos azules y amarillos de Ignatius J. Reilly miraban a las demás personas que esperaban bajo el reloj junto a los grandes almacenes D. H. Holmes, estudiando a la multitud en busca de signos de mal gusto en el vestir. Ignatius percibió que algunos atuendos eran lo bastante nuevos y lo bastante caros como para ser considerados sin duda ofensas al buen gusto y la decencia. La posesión de algo nuevo o caro sólo reflejaba la falta de teología y de geometría de una persona. Podía proyectar incluso dudas sobre el alma misma del sujeto.
A Sangre Fría, Truman Capote. El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes llaman «allá». A más de cien kilómetros al oeste de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de péon, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.
El extranjero, Albert Camus. Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: “Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.” Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
Habitaciones separadas, Luis García Montero.
Aunque tu no lo sepas:
Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo,
iluminando
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos.
Y aunque no lo sepas, yo te he visto
cruzar la puerta sin decir que no,
pedirme un cenicero, curiosear libros,
responder al deseo de mis labios
con tus labios de whisky,
seguir mis pasos hasta el dormitorio.
También hemos hablado
en la cama, sin prisa, muchas tardes,
esta cama de amor que no conoces,
la misma que se queda
fría cuando te marchas.
Aunque tú no lo sepas, te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.
Espiada a la sombra de tu horario
o en la noche de un bar por sorpresa.
Así he vivido yo,
como la luz del sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.
Las edades de Lulú, Almudena Grandes. Supongo que puede parecer extraño pero aquella imagen, aquella inocente imagen, resultó al cabo el factor más esclarecedor, el impacto más violento.
Crónica de una muerte anunciada, Grabriel García Márquez. El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obismo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. “Siempre soñaba con árboles!, me dijo Plácida Linero, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. “La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros”, me dijo. Tenía ina reputación muy bien ganada de intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las mañana que precedieron a su muerte.
Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar. Querido Marco: He ido esta mañana a ver a mi médico
Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido en encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te
evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de
Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz… Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto detesto esta clase de impostura,
pero no en vano ha ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar
médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los límites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
Mafalda, de Quino. (Vía | El documentalista enredado)