Corrían los años ochenta cuando Saddam Hussein recibía armamento de Estados Unidos y de algún país occidental. Había que plantar cara al Irán del Ayatolah Yomeini, y Sadam era el mejor aliado de la región. Con esas mismas armas reprimió a su pueblo y se mantuvo en el poder con mano férea y criminal.
Tal vez lo que mejor defina a este dictador sea la megalomanía, muy propia de todos los despotas y dictadores que la humanidad arrastra en su historia. Esa megalomanía alcanzó su cúspide en 1991, cuando le llevó a invadir Kuwait. Ocho días antes de que las tropas iraquíes cruzaran la frontera, Saddam convocaba a la embajadora estadounidense en Bagdad, April Glaspie, para anunciarle su disposición a invadir el país vecino. La embajadora respondió que EE.UU “no iba a tomar ninguna posición en un conflicto fronterizo entre los dos países.”
Saddam se sentía fuerte; no había ganado la guerra a Irán, pero tampoco la había perdido. Los medios de comunicación internacionales colocaban al ejército iraquí como el tercero más importante del mundo. El 2 de agosto de 1990 Irak invadía Kuwait:
comenzaba la guerra del Golfo.
Por aquellos años gobernaba Estados Unidos Bush padre. La URSS daba sus últimos coletazos, y la CNN era la única televisión de información que emitía 24 horas al día desde todos los puntos del conflicto, incluido Israel que recibía los misiles Scud pese a los antimisiles
Patrol. Los Scud llegaron a alcanzar la base estadounidense de Dahran, Arabia Saudi, causando la muerte de una treintena de soldados.
Fue el 16 de enero de 1992 cuando una coalición de 34 países, bajo mandato de la ONU y con el liderazgo de EE.UU, comenzó la llamada
Operación Tormenta del Desierto. Saddam la bautizó en sus discursos propagandísticos como “la madre de todas las batallas.” Las operaciones de la coalición internacional se iniciaron con una campaña de bombardeos aéreos sobre Irak y sobre las posiciones del ejercito iraquí para allanar el terreno para las tropas de tierra. El 28 de febrero Irak se rendía y abandonaba Kuwait.Comenzaba un periodo de sanciones y embargo internacional sobre Irak que le hacía la vida más dura sobre todo al pueblo iraquí, porque los palacios de los dictadores no entienden de embargos.
Saddam aceptó las inspecciones de la ONU para revisar su arsenal, en búsqueda de Armas de Destrucción Masiva. En noviembre de 1998 el equipo de inspectores se retiró durante unos días, alegando falta de cooperación; volvieron pronto, pero solo hasta el 16 de diciembre: ese mismo día Clinton ordenaba bombardear puntos estratégicos de Irak; comenzaba la llamada
Operación Zorro del Desierto, que duraría tan solo dos días.
Los atentados del 11 de septiembre marcaron el principio del final de Saddam Hussein: los neocon había codiciado la pieza iraquí desde hacía muchos años, y comenzaron a vincular a Saddam Hussein con Alqaeda, y por ende con los atentados del 11-S.Irak, junto a Siria, Irán y Corea formaban el
Eje del mal. Por si esta inverosímil unión no surtiese efecto, se lanzaró la certeza de que Irak disponía de armas de destrucción masiva, con un secretario de estado blandiendo un tubito en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Pese al clamor internacional, Estados Unidos y Gran Bretaña lanzaron la invasión el 20 de marzo de 2003, sin auspicio alguno de la Comunidad Internacional. Comenzaba una guerra ilegal, que aún hoy continua en forma de guerra civil entre los propios iraquíes.
La megalomanía de Saddam se contagió a sus ministros. Un rebautizado Alí el cómico, ministro de información, aseguraba que las tropas iraquíes estaban plantando cara a las tropas invasoras, desmintiendo su entrada en la capital. Los carros de combate estadounidense estaban a excasos kilómetros.
Desmoronado el escaso ejército e inactivos los supuestamente temibles
fedayines, Saddam Hussein se evaporó. Iba camino de convertirse en una leyenda, en el mito del forajido que vive en una cueva y que el ejercito más poderoso del mundo se ve incapaz de capturar, pese a ser la pieza más codiciada de una baraja. Todo el mundo sospechaba que, de ser localizado, iba a correr la misma suerte que sus hijos y su nieto, tiroteados al plantar resistencia.
Sin embargo, el 13 de diciembre Saddam era detenido muy cerca de Tikrit, su ciudad natal, por una unidad de élite del ejercito estadounidense. No opuso resistencia; se dijo que entre las lecturas que le acompañaban figuraba una traducción al árabe de El Príncipe de Maquiavelo. “Soy el Presidente de Irak” le dijo a los soldados. Uno de ellos le contestó: “El Presidente de los Estados Unidos le manda recuerdos.”
Cómo si de un trofeo de caza se tratara, Saddam Hussein fue mostrado en todas las televisiones mientras le hacía una revisión médica, y le cortaban la barba para que solo permaneciese su característico bigote: no había duda, era él.
Finalmente llegó el juicio, con un Saddam desafiante ante un proceso lleno de irregularidades que ha terminado con su ahorcamiento hoy, día del inicio de la Pascua musulmana. Toda una metedura de pata elegir sobre todo éste día. Los iraquíes se van a dividir aún más. El final de Saddam no será el final del sufrimiento de los iraquíes.
La familia de Saddam quiere que el cuerpo del depuesto dictador descanse en Yemén, país que se quedó sin ayudas de los EE.UU cuando no apoyó a la guerra del Golfo.