Guerra y Paz

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Moeh Atitar de la Fuente

Periodista, fotógrafo y blogger. Más sobre el autor.

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Archive for March, 2013

La invasión de Irak, otra mala guerra para el periodismo

Tuesday, March 19th, 2013

Podíamos dedicarle largos post sobre lo que la guerra aporta a la humanidad; no sería desde luego un alarde de sus beneficios; nos podríamos preguntar si merece la pena el cafe soluble, las maquinillas de afeitar desechables, los tampones, el gintonic, los aerosoles….pero sería francamente futil. La guerra ha aportado muerte y destrucción, pero quizá por eso, porque el hombre se encuentra en situaciones extremas, se le agudiza el ingenio.

Sucede que la comunicación también avanza a golpe de guerras. Los principios de comunicación son los mismos; las formas no. La propaganda se adapta, el periodismo evoluciona y las circunstancias cambian.

Philip Knightley es el autor que se hace fundamental para ver la evolución del trabajo de corresponsales de guerra y de los esfuerzos de los gobiernos (EE UU y Reino Unido, principalmente) implicados para colarnos sus mentiras y su visión única de la guerra. Su libro The first casualty, es una referencia de la evolución del periodismo en tiempos de guerra, Desde Crimea hasta la guerra de Irak. Hoy he releído el último capítulo, dedicado a cómo vendieron la guerra y cómo se desarrolló ese escaso mes de campaña militar para llegar hasta Bagdad.

El arquitecto de la estrategia mediática fue Bryan Whitman, asistente del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. Knightley la resume en cuatro puntos: 1.- Enfatizar los peligros que supone el régimen de Sadam Hussein; 2.- Desmentir y desacreditar a todo aquel que dude de esos peligrosos; 3.- no apelar a la lógica, y tirar más de sensiblería; 4.- Y siempre con un mensaje al público: “Creednos. Sabemos más de lo que les podemos contar”.  Apliquen estos cuatro puntos a la intervención del entonces secretario de Estado Collin Powell en las Naciones Unidas, cuando nos mostró un tubito donde podía contener un veneno tan letal que podía aniquilar a toda la humanidad si se destapaba y que el Irak de Sadam fabricaba a toneladas.

La administración Bush aplicó a raja tabla esta estrategia diseñada y ejecutada por Whitman, que también hizo las veces de portavoz; se mantuvo largo tiempo en el cargo, y fue le que salió a defender los interrogatorios — torturas– y a quitarle hierro al tratamiento inhumano de Abu Graib. ¿Y que fue del gris Whitman? Pues Obama le mantuvo en el puesto hasta mayo de 2010, para luego ascenderle al máximo responsable en el Pentágono en comunicación de masas y propaganda.

El periodismo, especialmente en EE UU, se creyó a pies juntillas todo lo dicho por la administración Bush; no hubo prácticamente fisuras, y desde luego los grandes medios cuando menos se tragaron la versión construida alrededor de mentiras. 

Si los medios se plegaron a divulgar el casus belli,  el inicio de la invasión solo hizo que los periodistas fueron convidados de piedra. El Pentágono tuvo claro que los medios, especialmente las teles, necesitaban imágenes y algo de acción para cubrir ciclos de programación de 24 horas. Para ello decidió rescatar una figura: el periodista empotrado. Durante la I Guerra Mundial, el Reino Unido introdujo en algunas de sus unidades a periodistas, a los que dio el grado de capitán. Debían, por tanto, obedecer  órdenes y contar solo la visión que convenía para la propaganda británica. “No ha habido un periodo más de indigno para la historia del periodismo que los cuatro años de la Gran Guerra”, escribía el historiador Artur Ponsonby en 1928, y que recoge Knightley.

Salvo darles el grado de capitán y armas, el Pentágono copió este esquema. Los periodistas solo podían acudir al campo de batalla si iban empotrados en una unidad. Se les daba un entrenamiento previo en EE UU y convivían con la unidad antes de la invasión. Se creaba un sentimiento de camadería,  y no era raro escuchar y leer en las crónicas lacónicos “avanzamos hacia el norte”, en un plural que implicaba que la estrategia del Pentágono estaba funcionando.  Todo lo que se contaba pasaba por el filtro del jefe de la unidad, que tenía poder de censurar previo consentimiento del Comando Central. No se andaban con medias tintas: el periodista de la Fox, Gerardo Rivera, ferviente partidario de la guerra, fue expulsado del frente por pintar un mapa en el suelo y describir el avance de su unidad. Generation Kill fue una serie que recogió las vivencias de un periodista de Rolling Stones empotrado con una unidad

Pero el Pentágono tenía al menos un problema. Podía controlar a los periodistas empotrados, pero no tenía control alguno sobre los periodistas que estaban en Bagdad cubriendo la guerra desde el lado iraquí. Especial nerviosismo le causaba la cadena qatarí Al Jazeera, que proporcionaba imágenes a todo el mundo del lado iraquí. No dudo por ello, como hiciera durante la campaña contra los talibanes en Afganistán, en bombardear las oficinas de la cadena en Bagdad. En esa misma línea debe de encuadrarse el ataque contra el hotel Palestina, donde residían los periodistas, y en el que murieron José Couso y Taras Protsyuk, o el bombardeo contra el convoy de la tv británica ITN , que se saldó con la muerte de tres periodistas. Un dato: de los quince periodistas muertos durante el mes de invasión, la mayoría murió por fuego de EE UU.

Felici: el primer fotógrafo de un papa

Wednesday, March 13th, 2013

Si El Vaticano tiene algo es tradición. Allí están, por ejemplo, los guardias suizos que guardan las espaldas de los papas desde el siglo XV. Se confirmaron en el puesto cuando protegieron al papa el 6 de mayo de 1527 durante el asedio de las tropas de Carlos V. Las tropas debían de estar más pendientes del saqueo de las joyas vaticanas y de la violación de novicias que de ir a por la cabeza del papa. Defendiendo el palacio de Sant Angelo murieron 42 de los 150 soldados.

Con la fotografía a El Vaticano casi le pasa lo mismo.

El Vaticano ha necesitado la fotografía fundamentalmente como proyección de poder. Antes usó la pintura para esa función. Fue Pio IX (el del pastel) el primer papa en ser fotografiado. Su papado (1846-1878) coincidió con el desarrollo más incipiente de la fotografía y uno de los que le pudo retratar fue Giuseppe Felici.

Pio IX, retratado por Felici

Pio IX, retratado por Felici

Felici (1839-1923) era hijo de un rico terrateniente que se trasladó a Roma para hacerse músico. Allí entró en contacto con artistas y algún incipiente fotógrafo. Fue desde París donde le llegaron las primeras lecciones y su primera cámara. Francia era el epicentro fotográfico gracias a que el Estado había realizado una política de desarrollo y de inversión, comprando y liberando las primeras patentes.

El fotógrafo Giuseppe Felici

El fotógrafo Giuseppe Felici

Los inicios de Guiseppe como fotógrafo responden a los patrones de la época: el paisaje. Es lo más fácil, porque el paisaje, salvo algún árbol, no se mueve. Las cámaras de la época necesitaban largas, larguísimas exposiciones. Y el paisaje era lo más quieto que se tenía. Además tenía una importante salida comercial: los paisajes pictóricos era carisísimos, y las fotografías, siendo un objeto de lujo, eran más accesibles. Además los fotógrafos se afanaban en copiar las proporciones y los estilos marcados por los pintores, en un claro sentimiento de inferioridad. Así que Felici montó su chiringuito de paisajes romanos y vaticanos hechos en placas de colidión.

Felici se mueve en los círculos de artistas, músicos y de algún que otro cardenal. Muchos pasan por su estudio, fundado en 1863 y aún en activo.  También trabaja como documentalista, fotografiando las distintas obras de renovación de la Ciudad Eterna. En 1888, ya con León XIII como sentado en la silla de San Pedro, organiza una suerte de exposición con motivo de su jubileo. El papa le nombró entonces “Fotógrafo papal”, teniendo acceso en exclusiva a la corte vaticana. Se dedicó a ello en cuerpo y alma, y orientó toda su actividad a El Vaticano. Curiosamente quien le nombra fotógrafo oficial y exclusivo de El Vaticano, León XIII, no se deja retratar. Consideraba a la pintura “superior y más benevolente en la presentación del ser humano”. No fue hasta 1901 cuando obtuvo la exclusividad y digamos que un contrato fijo.

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Retrato de sacerdote realizado por Felici

Hasta su muerte en 1923 Felici fue el único fotógrafo con acceso a la corte. Llegó a retratar hasta a un papa muerto, Pio X, documento inequívoco y muy propio de la época. Sus herederos mantuvieron esa exclusiva hasta 1978, cuando El Vaticano creó su propio equipo fotográfico.

Pio X en su muerte, agosto de 1914, en un retrato de Felici

Pio X en su muerte, agosto de 1914, en un retrato de Felici

Los Felici siguieron cerca de El Vaticano. Alberto, hijo del fundador, fue quien inmortalizó los tratos de Letrán que sellaban la paz entre Musolini y El Vaticano, definiendo las fronteras de la Santa Sede. El hijo de este fue quien realizó en 1931 la primera emisión de radio desde El Vaticano.

Hoy en día el estudio Felici sigue en pie. Ya no tienen ese privilegio de retratar en sesiones privadas al papa de turno. “Anteriormente, en tiempo de Juan Pablo II y antes, cuando todavía se utilizaban cámaras analógicas, hicimos retratos oficiales”, cuenta el bisnieto del fundador en una entrevista. “Entonces había que construir las condiciones de iluminación ideales para un retrato. Desde que usamos cámaras digitales, eso ha cambiado. Hoy tenemos el privilegio de tener muchas oportunidades de estar cerca del Santo Padre y es mucho más fácil conseguir un retrato improvisado. Con Benedicto XVI, no hemos hecho ningún posado, pero fotografiado en muchos retratos espontáneos”.

Aquel maldito 11 de marzo

Monday, March 11th, 2013

Aquel maldito 11 de marzo era un mocoso de 4º de Periodismo que se despertó para distribuir en la facultad de Farmacia el diario El País; mi primera relación contractual con El País fue esa: repartirlo entre estudiantes universitarios.

Por eso madrugué y pude acudir enseguida, de manera automática, a donar sangre. Era asiduo y la verdad que ni lo pensé. Cuando llegué al Clínico no había cola; 15 minutos más tarde, con el esparadrapo tapando la minúscula herida, la cola llegaba hasta la misma puerta de la calle, y unos enfermeros y médicos pedían a la gente, la mayoría estudiantes del CEU, que se fuera, que no daban a basto, que mejor volvieran en una semana, que entonces sí que haría falta.

Me fui andando hasta Farmacia; había tráfico, pero Madrid estaba en silencio, roto solo por las sirenas, que indefectiblemente todos relacionábamos con los atentados, aunque fueran meras ambulancias trasladando a los enfermos ‘normales’ al hospital.

Farmacia estaba desierta. No me acordé hasta entonces que había una huelga universitaria. Desde El País, el día anterior, nos dijeron que teníamos que acudir a repartir el periódico, pero que si había “algún follón” que nos fuéramos. Me alivió pensar que algunos estudiantes se habrían librado del destino de la muerte porque estaban en huelga.

No vino nadie, o casi nadie, a recoger su ejemplar. Los estudiantes habían ganado, a través de un sorteo, tener a diario durante un mes un ejemplar de El País. Tenía una lista en la que debía de ir tachando cada vez que uno de ellos recogía su periódico. Como ha prescrito el delito, confieso ahora que se lo daba a todo el mundo, le hubiera tocado o no el sorteo.

De esa lista me sabía muchos nombres de memoria, sobre todo de los asiduos, y en especial de alguna asidua. En los días posteriores a los atentados tuve inquietud y alivio al ver que los frecuentes volvían o no a recoger sus periódicos.

A las 10.30 no tenía ningún sentido seguir allí. Llamé a mi amiga Gema (ella me había enchufado en este trabajo de unos casi 500 euros porque tenía una prima trabajando de becaria en el departamento de Marketing de El País) y me fui con ella y su chico Sergio a seguir las noticias por mi transistor desde la facultad de Odontología. Era una quimera pensar en móviles con conexión a Internet, y menos en Twitter y demás historias, así que mi transistor fue nuestro vínculo con lo que iba pasando. Estábamos destrozados.

Dos años más tarde iba a arrancar el juicio por los atentados. Era un estudiante de doctorado y había acabado un máster en Comunicación Política. Andaba bastante frustado porque no me habían dado unas becas para investigar y hacer mi tesis. Trabajaba, para sacarme algún dinerillo, en una productora que daba servicio a televisiones francesas cuando venían a hacer algún reportaje en España. 100 euros al día. Nunca he ganado tanto. Desde la productora me llamaron para decirme que una televisión francesa venía a cubrir las dos primeras semanas de juicio. Como mínimo iban a ser 1500 euros. Una fortuna.

También sacaba algún dinerillo con un trabajo que me había conseguido Daniel Basteiro en 20 Minutos, filtrando los blogs que se habían apuntado a su concurso.
Ricardo Villa, jefe de la web por aquel entonces, me ofreció moderar también los contenidos de un especial San Valentín. Me apetecía un carajo, pero solo pude decirle que no cuando vinieron los millonarios franceses. Le comenté que iba a estar metido de lleno en lo del juicio, que ya me lo había preparado muy bien y que no iba a tener tiempo para corazonzitos y enamorados edulcorados. Ricardo no solo lo entendió sino que me ofreció toda la infraestructura del periódico para acreditarme si me ponían algún problema.

Los franceses iban a desembarcar la tarde de un jueves y el juicio empezaba un martes, creo recordar. Esa mañana me llamó Basteiro y me chivó que Ricardo quería contar conmigo para cubrir el juicio. Pocos minutos después me llamó Ricardo y me citó para un café. En aquella época él solo tenía tiempo para tomar un café y ese tiempo también lo ocupaba. Me ofreció un contrato fijo, un sueldo digno y mucha confianza.

Seguí todo el juicio para 20 Minutos, formando equipo con Luis Repiso para hacer el ‘minuto a minuto’ de todas las sesiones. Recuerdo como me empollé todo lo que había escrito en El País Txetxo Yoldi así como el libro de José María Irujo sobre los atentados. También buceé por el sumario que había instruido el juez Del Olmo. Y así fue como me olvidé de la tesis doctoral, de la universidad, y de querer volver a ser un juntaletras.

El 31 de octubre de 2007 salió la sentencia del juicio; formaba parte de la redacción de El País Digital, entonces separado (muy separado) de la edición papel. La víspera, mi jefe Bernardo Marín me dijo que tenía que hablar conmigo. Yo ya creía que la había cagado del todo. Cuando me dijo que quería que hiciera el minuto a minuto de la sentencia, me sentí inicialmente aliviado y luego acojando ante la magnitud de que se me escapara algo. Me tranquilizó bastante oir a Marín decirme que yo era el que más familiarizado estaba con el juicio, y que no me preocupara, que no iba a estar solo contra el peligro.

Ese 31 de octubre fue de las primeras veces que hablé largo y tendido con Txetxo Yoldi, el mejor cronista de tribunales junto a Julio Martínez Lázaro. Yoldi esa mañana me ayudó como el que más, y eso que andaba más que liado porque era la sentencia más importante de la historia de este país junto a la del 23-F.  Lo que sé de periodismo jurídico lo aprendí de él y de sus anécdotas.

Y hoy, 11 de marzo de 2013, solo me apetece escupir esto, porque hoy me apunto al paro. No estoy muy convencido de eso que llaman destino, pero mi guionista apunta maneras.